viernes, septiembre 19, 2008

Perdiendo barcos en Grecia





Llevo ya casi una semana por Grecia, país del que hasta ahora me sabía sus columnas, dórica, jónica y corintia y algún que otro dato similar.

Llegué a Atenas en metro. Debo parecer un poco griego con las gafas de sol porque ya allí me preguntaron algo en ese idioma. El problema es que he aprendido a decir con muy buen acento “no entiendo griego” (Den millao helenika), por lo que tras decirlo siguen sin creerme. Entonces digo el “dont understand” de toda la vida.

Atenas es húmeda y cálida, como de dos camisetas al día y está repleta de coches, motos y grandes perros que se aposentan en lugares en los que no les dejarían aposentarse en cualquier otro lugar del mundo. Puedes ver perros en lo que viene a ser la calle Preciados de Atenas, tumbados a la puerta de un Zara. Hasta el que es algo así como el Palace de Atenas tiene su perrazo en la puerta, este sí, con collar y todo. Sólo para las olimpiadas del 2004 los recogieron unos días, los lavaron, esterilizaron y los soltaron de nuevo.

Muchos de los motoristas no llevan casco, no sé si porque no es obligatorio o porque la policía pasa. Y otros lo llevan, pero no sobre la cabeza sino encima del depósito y así conducen, lo que tiene su mérito.

He estado en varios museos y he comprobado que todas aquellas obras que nos mostraban en historia del arte existen de verdad. También que cuando llevas más de una hora viendo “cosas bellas” comienzas a no ver ningunas. (esto que sirva de consuelo para quien busca novi@ muy guap@ y no lo encuentra). En las notas del museo de algunas estatuas, a los jóvenes amantes de los tiranos les llaman “los favoritos” y a las prostitutas “hetairas”. Todo queda mucho más fino.

Mi primera noche en Atenas terminé cenando en una calle que me recordó a esas de Huertas donde les ponen paellas a los turistas a las seis de la tarde y en las que siempre pienso qué coño hacen ahí comiendo eso a esas horas y pagando semejantes precios. Tal vez lo mismo que pensaría un griego al verme con mi musaka cenando a las ocho y media.

Atenas tiene una plaza que se llama Sintagma, en la que está el Parlamento. Nunca pensé que una plaza se podría llamar así pero seguro que ellos saben lo que se hacen. Y frente al parlamento hay un monumento al soldado desconocido. (¿Para cuándo un monumento al funcionario ausente?) Junto al monumento hacen guardia dos soldados con un traje pintoresco de origen albanés. Según mi guía los guardias visten “fustanela”, una falda corta plisada, y calzan unos zuecos con bordones llamados tsaruchia. Lo del traje fue idea de un rey que se llamaba Otón. Otón I. No hubo más otones y a Otón primero lo echaron, no sé si por el traje, la fustanela o los pompones.En cualquier caso a mí todo lo de Otón me suena a un señor más pendiente de comprarse la última revista Burda o la Elle que de llevar las riendas de Grecia.

Junto a los dos soldados con falda plisada y pompones había un tercer soldado, este vestido de camuflaje, que por cierto, entre el hormigón no camufla nada. Su misión era que los turistas no se propasaran con los soldados con pompones, ya que estos deben permanecer totalmente quietos durante una hora, hasta que les toca cambio de guardia. Lo de la quietud parece muy importante para la patria. Y conseguir que los soldados se muevan debe ser muy importante para algunos turistas, lo que teniendo en cuenta que los soldados llevan sendos rifles me parece muy imprudente. Pondré fotos de esto último. En Madrid tenemos ahora también un cambio de guardia los miércoles, para alegría de turistas y patriotas.

Tras dos días en Atenas me fui a coger un barco hacia Paros, una de las islas cicladas. Hasta ahora había perdido trenes, autobuses y casi perdido aviones pero nunca un barco. Perder un barco es más doloroso porque aunque llegues cinco minutos tarde puedes verlo alejarse, lentamente, sabiendo que no va a volver a por ti y que tú debías estar ahí y debías salir antes de tu hostal y debías hacer tantas cosas que no haces...


En la isla, aparte de leer, escribir algo y perrear como hace tiempo no perreaba (entendiendo por perreo el perreo manchego, no el reguetoniano) voy a un curso de yoga que da una chica holandesa. Los alumnos son variopintos, digamos, y muy majos. Una periodista norteamericana de origen irlandés, una irlandesa también de origen irlandés, una periodista holandesa, dos holandesas más que nunca se vienen a cenar y de las que el otro día dijeron “they are togheter” y ayer comprendí qué querían decir, una señora holandesa que trabaja en un banco y sabe griego, francés e inglés, y siempre lleva los calcetines totalmente a juego con las camisetas, una señora inglesa que hace treinta años se fue a un kibuz a Israel, se hizo judía y allí sigue, Richard, un escritor de libros médicos inglés, una chica griega y yo, que soy de Albacete. Pese a lo que pensaba antes de llegar aquí, no me he encontrado con integristas del yoga. Vamos, que les gusta el vino, y todas las noches regresamos a nuestras habitaciones medio tocados. No entiendo parte de lo que le dicen y contesto que sí a casi todo y sonrío, por lo que voy descubriendo que me he metido en todo tipo de planes sin haberlo sabido.

El domingo salgo para Santorini. Continuaré informando. O no, depende.

lunes, septiembre 01, 2008

Cazando famosos que no conocía nadie

El otro día me acerqué a uno de esos estrenos de cine madrileños para ver pasar a mi paisano José Luis Cuerda, que estrenaba “Los girasoles ciegos”. Y después escribí esta tontada que sigue...
Para un estreno en el centro de Madrid se necesitan un cine, unas vallas, unos tipos robustos y unos focos. A veces una alfombra roja, pero eso es secundario. El jueves, por ejemplo, en el estreno de “Los girasoles ciegos”, la última película del director albaceteño José Luis Cuerda, la alfombra roja no llegaba a la calle. Si la había dentro este cronista lo ignora porque carecía de algo necesario para asistir a un estreno: la entrada. Así que este fue un estreno visto desde las vallas, como lo vio la gente de Madrid y algún que otro turista que al calor de los focos se acercaba.

Pero realmente el estreno se hace tanto como para los que consiguen entrar en el cine como para los que se quedan fuera. Los focos no son para iluminar el camino a las estrellas sino para atraer a los curiosos que junto a las vallas se arremolinan. Un estreno necesita masas y las masas necesitan famosos. Se quiere reunir a mucha gente pero a la vez hacerles sentir que molestan. Para eso las vallas, para eso los chicos cachas de riguroso traje negro que vigilan la entrada y apartan diligentes a quien se acerca demasiado. Un estreno de cine es de los pocos eventos que consigue reunir a los adictos al gimnasio con la cultura.

El jueves el estreno de “Los girasoles ciegos” no consiguió atraer a mucha gente, tal vez porque es agosto y la ciudad anda todavía como despistada. Aún así había unos cuantos adolescentes y no tan adolescentes pegados a la valla, teléfonos móviles y cámaras en ristre a la caza del famoso, que es un deporte muy practicado en la capital.

Y comenzaron a pasar los famosos entre las vallas. Llegó un chico guapetón, bien vestido, como de domingo en un pueblo. Las masas se miraban con duda. ¿Es famoso? Hasta que alguien soltó una pregunta que era una contradicción en sí misma.
-¡Eh, tú, ¿eres famoso?
El chico miró triste y siguió su camino. Hay preguntas que no se contestan. Pero por si acaso, nunca se sabe, hubo quien le sacó la foto.

No llegaban Javier Cámara, ni Maribel Verdú, ni José Luis Cuerda, pero la gente se entretenía con famosos que no lo eran tanto porque casi nadie se sabía sus nombres. Pasaron por allí “la de Periodistas”, “el de Aída”, “la de la película esa”. En la misma puerta del cine esas chicas bellas de los programas de televisión que siempre intentan hacer preguntas inteligentes, esperaban a los actores. Y en eso llegó Pepiño. Blanco. Pepiño Blanco. Y la gente se sabía su nombre. Pepiño sonrió, saludó y desapareció tras la puerta y de pronto llegó el jefe de los porteros (es siempre el más cachas) y les habló enérgico a los otros. Se acercaban los protagonistas de la noche y había que despejar aquello. No fue posible ver si llegaron en limousine o en taxi pero allí estaban. Primero Javier Cámara. La gente le gritaba, porque a los famosos, aparte de hacerles fotos, se les grita. Entonces el famoso te mira y se le hace la foto. Todo está relacionado. Después llegó Maribel Verdú y por último un señor rechoncho con barba, ojos algo saltones, pelo largo y blanco.

Los cazafamosos se miraron intrigados.
-¿Y ese quién es?
-¿Es famoso?
-Creo que no, no me suena.
Y bajaron las cámaras. Entre las vallas, hacia el estreno de su última película, caminaba José Luis Cuerda.