lunes, enero 26, 2009

Una de espías

Llevaba cinco meses con mi despacho abierto pese a lo cual no había entrado nadie salvo yo, la señora de la limpieza y un tipo que pretendía venderme las obras completas de J.L Benítez, de Caballo de Troya I a Caballo de Troya XXXII, más los apéndices y el Silmarilion.

Pero el éxito es de los pacientes, aunque mi casero no lo comprenda. Así que cuando aquella señora elegante en todo salvo en sus calcetines, su bolso tous, sus pendientes, su pañuelo de Loewe, el amarillo de sus dientes, sus arrugas muy marcadas y el falso rubio de su pelo llegó con un encargo de verdad acepté contento. La señora me mostró la foto de un hombre: quería que lo siguiera día y noche, mañana y tarde. Lo que viene a ser todo el día, vamos.

-¿No tiene alguna foto que no sea de espaldas?
-Intentaré conseguírsela. – me dijo- ¿Le gusta el corte de su abrigo?
-Sí, bonito es por lo que se puede ver. ¿Quién es? ¿Su marido?
-No, mi compañero de partido.
-Ya... pero, ¿son amantes?
-No, sólo compañeros de partido. ¿Le parece poco?
-No, cualquier motivo es bueno si después paga su minuta. De hecho tendría que pagar algo por adelantado. Como unos cien dólares.
-Querrá decir euros, ¿no?
-Eh... sí, eso, sí.

A la mañana siguiente comencé el espionaje. A primera hora me gané la confianza del portero de su edificio a cambio de abrillantar la barandilla de la escalera. Le saqué información muy jugosa, como que él era de Soria y los tiempos de ahora no son como los de antes. A las ocho y media de la mañana mi objetivo salió de su casa: era de esos pervertidos a los que les gusta llegar al trabajo a su hora.

Lo seguí hasta la sede del gobierno. Intenté entrar con la excusa de que era muy fan del Consejero de Urbanismo y Asfaltado. No me dejaron pasar.

A las dos salió a comer con unos compañeros. Entre tras ellos en el restaurante. Me dieron una mesa muy lejana a la suya así que la corrí ligeramente para acercarme. Al maitre no le pareció buena idea lo de una mesa en medio del pasillo así que regresé a los orígenes. Tras mirar la carta decidí pedir un vaso de agua. Del grifo. El sitio era escandalosamente caro y lo único gratis que tenían para mí era invitarme a salir a la calle. Y lo hicieron. Esperé allí apoyado en una farola que conseguí tras una larga batalla dialéctica con una puta, que pretendía que la farola era suya. Qué dados al tópico son las gentes de los oficios antiguos.


Tras salir de comer regresó a su puesto de trabajo. A las seis salió y se metió en el metro. Se le veía con miedo, como si fuera la primera vez que se aventuraba en aquel lugar. Tras sacar un billete se acercó a los tornos. Parecía que nunca se había enfrentado a uno y se quedó a unos metros, como asustado. Miró cómo lo hacía la gente y por fin se atrevió a meter su billete y pasar. Cogió la línea uno, después hizo trasbordo en Bilbao a la cuatro, luego la dos... Estaba claro que estaba tomando medidas para que no lo siguieran pero iba tan perdido, pasaba tanto tiempo intentando desentrañar los planos, que se movía muy despacio y lo podría haber seguido hasta un disléxico de cincuenta años con asma. O sea, yo. Por fin, tras casi una hora de metro salió en Santo Domingo y se metió en una cafetería Nebraska de Gran Vía. En una mesa lo esperaba la señora que me había contratado.


Continuará.