martes, junio 19, 2007

luchando con gatos I

Desde hace unos meses en la casa del pueblo sufrimos los robos de unos gatos ladrones que llegan por los tejados desde la casa de una vecina, saltan a nuestra terraza y entran con facilidad en la cocina cuando mi madre tiene la puerta abierta, que es casi siempre y más en estas fechas. La vecina dice que les echa de comer y esqueléticos no están. Parece que los cabrones lo hicieran por hobby. Hay días en los que mi madre llega a agobiarse porque le roban, por ejemplo, los filetes que iba a usar para la cena. He comenzado a odiar a los gatos.

Aunque hace años hasta recogí uno en la calle. Era un gato negro que un domingo por la noche me siguió por medio pueblo maullando. Al final lo pasé a la casa y lo dejé en el corral. Pronto lo descubrió mi madre pero permitió que se quedara. Era un gato huraño que no caló mucho en la familia. Más bien no caló nada y ni llegamos a bautizarlo. Mientras mi perra llegó a tener dos nombres: “Tula” y “Nuca” el gato se quedó en eso, “el gato”, y si llegaba a enfadar a mi madre, “el gatuzo ese”. Fue un gato pesado, que solía perseguir a mi madre maullando por toda la casa, un gato que sufría de halitosis, un gato con la costumbre perruna de pasearse tras mi madre por el pueblo cuando ella salía a comprar, lo que le daba un aire a la mujer de loca mesetaria, un gato que parecía de la mafia gatuna, porque más de una vez traía a casa cabezas de gorriones con las que jugaba hasta que se le perdían bajo los muebles o conseguíamos quitárselas. Por febrero, cuando dicen que las gatas andan en celo, el gato sin nombre desaparecía durante semanas para regresar lleno de heridas que había que curarle con yodo si se dejaba. Un año creímos que no sobreviviría pero lo hizo. Pero uno de esos inviernos se fue y nunca regresó. Un día, ya en primavera, al apartar las sobras de pescado, nos dimos cuenta que hacía tiempo que no sabiamos nada de él. No se volvió a hablar del tema.


Al llegar a Madrid, años después de todo esto, me encontré que en mi primer piso vivía una gata. Era un piso en la calle Mayor, en la época en la que aún le quedaban unos meses a la peseta y uno de los hermanos Urquijo moría en un portal. En el piso vivíamos un chico gay de un pueblo de Zamora que se asombraba de que yo hablará todas las semanas con mi familia de un pueblo de Albacete, una chica de San Sebastián que a veces salía llorando en bragas al sofá porque su novio, un tío majete que cultivaba marihuana, setas y hongos, se dormía justo después de follar, (lo normal habría sido que se durmiera antes pero hay chicas muy exigentes) Lola ( la gata de la chica) y yo, que iba siempre por Madrid con un plano de la ciudad y además lo usaba con frecuencia.

El cuarto de baño siempre olía a meados de gato aunque eso era más culpa de la chica que de la gata, por dos cosas: por no ponerle el meadero en su habitación, que era lo debido y por no cambiarle la tierra con frecuencia. Lola fue una gata llevadera comparada con los felinos que conocí después.

En el siguiente piso estaba Momo, que pese al nombre era una gata. Momo era pesada y robaba o simplemente tiraba al suelo toda la comida que se encontraba por la cocina. Vamos, como todos los gatos. Meses después se fue la dueña de Momo con su gato y llegó la dueña de Paco, y pensé que existía por ahí una legión de mujeres solitarias que junto a sus maletas cargaban siempre las jaulas de los gatos locos con los que compartían sus vidas.

Pronto quedó claro que Paco era un gato demente. Paco tenía síndrome de gato guardián. Cuando oía la puerta de la entrada se agazapaba en cualquier rincón del pasillo y saltaba a tus piernas. Así que tras los primeros sustos entrabas en el piso con cierta tensión. Esperabas el ataque que a veces no se producía pero cuando te confiabas y olvidabas que en ese piso vivía un gato loco, te atacaba de nuevo.

Después del ataque Paco salía corriendo a toda velocidad por el pasillo. Aquel gato tenía un problema grave: creía en la infinitud de los pasillos. Y aunque la realidad y la puerta de la cocina le demostraban cada día que no era así el seguía pegándose grandes trastazos contra la puerta. Creo que estaba inmerso en un círculo vicioso de estupidez. Cuando más golpes se daba más tonto se volvía y cuanto más tonto se volvía más golpes se daba.
Su dueña le decía que era un gato malo. Muy malo. Pero no, era simplemente estúpido. Muy estúpido.
Un día le dio por hacer equilibrismos por el balconcillo y cuatro pisos más abajo lo recogieron las chicas de una pastelería.

¿Continuará?

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