martes, junio 10, 2008

Madrileando


Es jueves, por ejemplo, y salgo de la piscina de la Latina con esa sensación que deja el agua de que todo es más ligero y más blando. También con el hambre que trae el agua. Llego a Casa Rodríguez, una de esas casas de comidas en las que el camarero aún lleva un viejo traje con un corte que no estuvo nunca de moda. Si la palabra “casero” no estuviera tan devaluada, al igual que la palabra “devaluado” podría decirse que este es un bar que sirve comida casera. Lo decimos entonces. Casi todos los clientes parecen conocerse, y alguno se asoma a la cocina para saludar a la cocinera, que probablemente será la mujer del camarero. El camarero tiene una mirada triste, pero no dramática, como la de los que no han conocido la felicidad y entonces todo duele menos. Esto último puede ser una chorrada pero nunca se sabe.

En el bar las conversaciones se entrecruzan entre las mesas y un hombre, tras el postre, dormita en su silla. Su mujer mira la tele en silencio y no le dice nada. Los clientes que se marchan te dicen “que aproveche” al pasar junto a tu mesa y sientes que estás en un lugar distinto. Pero no caeré el elogio de los las costumbres de antaño.

Se come bien en Casa Rodríguez. Tal vez fuera Martínez. Comida casera. Regreso a la calle y subo hacia la Plaza Mayor. El sol está fuerte, y apetece el primer café con hielo del año, tal vez para reafirmarme en la idea de que ya está aquí el verano (aún no sé que me iré al pueblo y veré llover durante seis días seguidos) . Unos músicos rumanos se acercan para tocar pero el dueño de una heladería, frente a la terraza de la plazuela donde estoy sentado, los increpa con acento argentino. Parece enfadado y aunque él no tiene terraza no quiere que los rumanos toquen. Los rumanos pasan de largo pero aún así el heladero los sigue. Tras él va, como un guardaespaldas, un amigo cachas. El amigo cachas anda con los brazos cruzados sobre el pecho, tal vez por mostrar mejor los bíceps. Pruébalo ante el espejo. Parecen más grandes. O igual los cruza para que comprendas que le causas tan poca inquietud que se permite no estar en alerta. El argentino sigue su discusión con los rumanos que continúan calle arriba y se le ve cada vez más furioso, como esos perrillos que se envalentonan ante la marcha tranquila e indiferente de un perro más grande. Me gustaría saber porqué le molestan tanto.

Se van los rumanos y llega a la placeta un tipo con chaqueta y sombrero que de pronto se coloca una nariz roja de payaso, elige a un transeúnte, se sitúa a sus espaldas y lo sigue imitándolo. El transeúnte nota su presencia, se gira y se encuentra a un tipo con nariz roja de goma pegado a él. Sustos, sonrisas. Desde las mesas observamos divertidos, seguros por ahora de estar libres de la burla.

Una chica guapa con mapa de la ciudad se sienta en una de esas sillas públicas en las que sólo cabe una persona. Una chica guapa cambia la composición del plano. Todo el paisaje se reordena porque ahora ella es el centro, una aventura en sí misma que se marchará en el tren de la mañana. Unos metros más abajo, un vagabundo se levanta del suelo e intenta imitar al mimo-payaso. Poco éxito en la empresa.

Llega un grupo de británicos a la plazuela. Uno de ellos va vestido de lo que algún fabricante chino piensa que es un traje de torero. Los amigos visten normal. Tras unas risas con el mimo, que imita a un toro ante la capa del torero, ole y estas cosas, los británicos se sientan y el novio, porque es una despedida de soltero, se sienta también y como sus amigos se toma una cerveza, olvidando por un momento que es jueves, más o menos las tres y que está vestido de algo parecido a un torero a dos mil kilómetros de su casa. Y esa vuelta a la normalidad pese al disfraz, esa vuelta a hablar del tiempo en España, de los precios, de esos asuntos que se trillan en los viajes, me recuerda a la Navidad, allí cerca, en la Plaza Mayor.

Porque es en Navidad cuando a la Plaza Mayor acuden familias enteras y las familias, con esa disciplina invisible que ellas gastan, se pertrechan de pelucas chillonas y antenas marcianas. Y se ríen las familias, las parejas de novios, pero tras las risas iniciales pronto olvidan las familias que caminan por la ciudad un martes por ejemplo de diciembre, con pelucas gigantes de colores. Y de sus rostros se van borrando las primeras sonrisas, que sólo resurgen cuando alguien los mira sorprendido pero ya son muchas familias disfrazadas y cada vez hay menos sorpresa y más tristeza con peluca. Y entonces las familias sacan el bonobús y regresan a sus barrios con la sensación no confesable de que al final no fue tan divertido como pensaban. Y entonces uno dice: “bueno, ya tenemos peluca para noche vieja” y ese pensamiento los consuela.

Y regreso al mimo payaso que sigue persiguiendo a quien pasa por la plazoleta. Y desde las mesas lo miramos sin saber a qué viene aquello. La desconfianza cuando no vemos donde está el beneficio. Tiene que haberlo para darle a aquello un sentido. Así de triste es como poco a poco, terminamos pensando. ¿Una cámara oculta? ¿Estará loco? El vagabundo tiene arrebatos en los que se levanta e intenta imitar al mimo-payaso pero se cansa pronto y se vuelva a sentar en el suelo, apoyado en el pedestal de una estatua de alguien que seguro está muerto, como termina por pasarle a todas las estatuas. Y recuerdo una escena triste. Plaza Urquinaona, Barcelona. Otro borracho, que tal vez había visto cómo caían monedas ante los hombres estatua de las Ramblas, intenta ser estatua. Pero está borracho y se mueve continuamente, y nadie echa nada en el trozo de cartón que ha colocado a sus pies y sopla el viento y se lleva el cartón y el hombre que quiso ser estatua termina por caerse y por fin consigue quedarse quieto.

Y en la plazuela el británico se acerca a la chica guapa de la silla y el mapa. Dejo de hacer como que leo y miro. Sus amigos también miran. Quiere que le firme la capa. La chica sonríe, firma. El mimo sigue persiguiendo viandantes. Qué palabra tan bonita. No me había dado cuenta. Viandantes. Ya sólo queda el hielo del primer café con hielo de una primavera que pese a mis deseos aún no es verano He quedado a las cuatro y media en un polígono industrial al que llegaré tarde. No quiero subir camino de la Plaza Mayor para no ser imitado por el mimo payaso. Pero ya no hay que temer: veo que se quita el sombrero y comienza a pasarlo por las mesas. Si, ahí está el beneficio. El mundo parece más comprensible. Ójala se hubiese ido así, sin más, el mimo payaso y yo aún siguiera preguntándome.

Compruebo una vez más lo fácil que es perderse en un polígono.

La noche. Al final no viene nadie al concierto de Clovis, Tachenko y Facto delafé. Decido ir sólo aunque sé que habrá momentos en los que sentiré eso que se siente al ir solo al cine un domingo por la tarde. Ya sabes de qué te hablo.

Tachenko es un grupo que tiene un puñado de buenas canciones pop y un cantante con bigote. También tienen un bajista que olvida que toca en un grupo pop y de pronto pone esas posturitas de “guitar-heroe” que quedan un poco raras cuando cantas cosas como

Con las entradas pediréis invitación, no quedan sitios para hacer competición. Que puedo perder mi dinero ya lo sé. Otro lenguaje que tendremos que aprender.

Sidonie tiene un problema similar con su bajista. Yo antes pensaba que era el batería el más sonado de los grupos. Llega el momento de Facto delafé. Suenan las bases del primer tema y la gente comienza a comienza a cantar.

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